[Libro] Sexo, drogas y biología

Publicado el 29 de enero de 2014 en Libros por omalaled
Tiempo aproximado de lectura: 13 minutos y 26 segundos
Este artículo se ha visitado: 19.206 views

Este libro es un pequeño compendio de lo que es el sexo en la Naturaleza. La verdad es que he disfrutado bastante leyéndolo, tanto por la información que da como por el lenguaje con segundas. Os copio algunos de los pasajes que más me han gustado o llamado la atención.

Desde embriones estamos destinados a ser hembras. Hasta la sexta semana de desarrollo, el embrión no tiene sexo, sino que está completamente indiferenciado, con una gónada bipotencial. La semana siguiente aparece la diferenciación de gónadas sexuales (testículos u ovarios). Después comienzan las secreciones hormonales a partir de las gónadas, que determinan el resto de estructuras reproductivas del cuerpo. Las hormonas sexuales son responsables de masculinizar o feminizar todo el cuerpo… incluyendo el cerebro.

No es tan fácil en algunos casos, saber lo que es macho o hembra y ese concepto ha ido cambiando a lo largo de la historia.

Hacia 1890 el modelo principal de determinación de sexo proponía que la dieta de la madre era responsable de producir machos o hembras. Claro que así era muy difícil explicar la aparición de mellizos nene y nena… Había (y, a juzgar por algunas revistas sensacionalistas, todavía existen) otras teorías: la fase de la luna, un rayo, tiempos de guerra o paz…

Mucho tiempo antes, Aristóteles elucubró su propia hipótesis: el sexo del hijo depende de la temperatura y excitación del padre durante la copulación. Como buena sociedad machófila, la idea era que si la temperatura era alta, se esperaba un hijo. Sería cuestión de tener sexo dentro de una estufa o en una nevera, si se quería elegir tener niño o niña.

Sin embargo, es interesante pensar que efectivamente hay animales para los que el asunto funciona más o menos de esa manera. En algunas tortugas, por ejemplo, no hay cromosomas sexuales, sino que el género depende de la temperatura de incubación del huevo. Mal que pese a Aristóteles, las calentonas son las hembras: la incubación a unos 29 grados da un tortugo, mientras que con 32 grados nacen hembras.

Finalmente, en pleno siglo XX se comenzaron a visualizar unos cuerpos de color (“cromo-somas”) en el microscopio. Estos cuerpos se encuentran en el núcleo de todas las células y están hechos de ácido desoxirribonucleico (el famoso ADN), en donde se escriben los genes con la información para fabricar todo lo que las células necesitan. El asunto es que en casi todas las células (las llamadas “células somáticas”) hay un número fijo de cromosomas, mientras que las células sexuales (espermatozoides y óvulos) sólo poseen la mitad de ese número, cosa de que cuando el destino los junte se forme una célula nueva con la cantidad adecuada de cromosomas. Es más: ese número de cromosomas que poseen las células se organiza en pares (llamados cromosomas homólogos), de los cuales las células sexuales sólo tienen uno.

Los primeros mirones de células al microscopio encontraron una diferencia sistemática entre machos y hembras, al menos en algunos escarabajos y algunas moscas cuyos cromosomas fueron los primeros en ser estudiados. En las moscas se encontró que las hembras (o sea, las que tenían ovarios y óvulos y ponían huevos) tenían dos cromosomas sexuales iguales y los machos un par de cromosomas sexuales diferentes, a los que, no sabiendo cómo llamarlos, se los bautizó con X e Y. Entonces, las hembras de moscas son XX y los machos XY. Hasta aquí todo va bien ya que con esos datos podemos inventar dos modelos para determinación de sexo: puede estar dada por el número de cromosomas X (las hembras tiene dos, los machos uno), o bien la presencia de un Y (que define al macho).

La respuesta final vino en 1916, y representa en cierta forma el nacimiento de la genética moderna, porque apareció el primer número de una revista llamada, justamente, Genetics. Para ese estudio se investigaron moscas que portaban más de dos cromosomas sexuales (que las hay, las hay). El artículo de la página I del volumen I de Genetics sostiene que las moscas XXY se desarrollaban como hembras, mientras que aquellas que resultaban Xo (o sea, sólo tenían un cromosoma X, y ningún Y) eran machos. La conclusión era obvia: el sexo, en moscas, está determinado por la cantidad de cromosomas X. Lo fundamental es que esta fue la primera vez que se conectó algo concreto -la definición de sexo- con la presencia de los cromosomas.

Unos años más tarde, en 1923, se descubrieron los cromosomas X e Y en humanos, y obviamente se pensó que la cuestión era similar a la de las moscas: el sexo viene del número de cromosomas X. Pero algo andaba mal, ya que había casos que se contradecían con la teoría… Hubo que esperar hasta 1959 para que se clarificara el rol de los cromosomas sexuales en humanos. Al igual que en l caso de las moscas, se necesitó estudiar algunos casos raros, como el síndrome de Turner, que está representado por hembras que son Xo, y el de Klinefelter, representado por machos XXY. Según estos casos, está claro que no es el número de cromosomas X el que determina el sexo (si no, por ejemplo, aquellos que tengan el síndrome de Klinefelter serían necesariamente hembras), así que en humanos el modelo de determinación del sexo es diferente del de las moscas: dime si tienes un cromosoma Y y te diré si eres macho o no.

En embriones humanos, entonces, el cromosoma Y hace algo para que se determine el sexo, y aparentemente lo hace alrededor de la séptima semana de posfertilización. Sin embargo, también esta regla tiene excepciones: hay machos XX que tienen genitales externos y gónadas masculinas, mientras que también existen hembras XY que tienen características generales femeninas, aunque en ninguno de los dos casos (que son raros, aproximadamente 1 en 20.000 personas) se producen gametas de ningún tipo, por lo que se trata de individuos estériles.

¿Qué es lo que pasa en estos machos XX o hembras XY? ¿Será que los machos XX mantienen al menos una porción del cromosoma Y? Efectivamente es así, y esa partecita alcanza para masculinizar el embrión. Por su parte, en las hembras XY justamente falta esa parte del Y que es importante para masculinizar, Existe, entonces, ua región crítica en el cromosoma Y. En ella, un gen, llamado sry, que determina que se activen o apaguen ciertos genes en el embrión para dirigir su desarrollo hacia un varón. Por su parte, las hembras XY (que no tienen el gen sry) producen hormonas femeninas, por lo que están perfectamente feminizadas, aunque sin óvulos. Hacia la pubertad se las trata con hormonas para que se desarrollen normalmente (aunque no serán fértiles).

El desarrollo de ratones genéticamente modificados es una prueba más del rol de los genes del cromosoma Y en el desarrollo del sexo. A unos ratones XX (o sea, cromosómicamente hembras) se les agregó un pedacito de cromosoma Y, que contiene el gen sry, y… zas… ¡se desarrollaron como machos! Estos ratones no pueden fabricar espermatozoides, pero su genitalia externa e interna corresponde a la de un macho. En la tapa de la prestigiosa revista Nature salió una tarjeta de presentación: “¡Es un varón!”, mostrando un tanto impúdicamente sus partes…

(Si alguien me consigue la portada que afirma el autor le estaré muy agradecido)

Por supuesto, hay otros genes en este cromosoma [el Y], que seguramente hacen otras cosas bastante machistas (…) En realidad, sólo con el proyecto Genoma Humano se comenzó a entender del todo al cromosoma Y. Una sorpresa es que una porción muy importante de este cromosoma no participa de la recombinación meiótica, o sea que se mantiene muy estable de generación en generación, sin ganar ni perder información genética. De esta manera, el cromosoma Y se hereda casi igual de padres a hijos varones, por lo que se podría trazar una historia evolutiva desde cualquier hombre hasta Adán (o quien haya venido primero).

Y a ver qué me decís de esto:

A veces la realidad supera la ficción: en la década de 1970 hubo una serie de nacimientos de niñas en la República Dominicana, con todo lo que debían tener (y con ausencia de lo que no debían tener). Las niñas se desarrollaban normalmente, vestidas de rosa y jugando con muñecas hasta que, al llegar a la pubertad, comenzaron a suceder cosas extrañas: cambios en la voz, bigotes, aumentos en la masa muscular… Peor aún: descendieron los testículos y el clítoris fue tomando forma de pene, además de que comenzaron a tener un interés bastante especial por sus ex compañeritas de juegos. Un poco en broma y un poco tratando de catalogar la situación, a estos muchachos se los llamó “doce huevas” o “güevedoces”, porque alrededor de los 12 años hicieron su aparición los órganos sexuales masculinos. Se imaginarán el cimbronazo que representó esto en la sociedad; dicen que muchos padres se alegraron de tener un hijo y no una hija, pero para quienes sufrieron la transformación el cambio no fue nada fácil. La mayoría aceptó, con dificultades, su rol de machos, aunque algunos decidieron continuar con el rol que habían adquirido durante la infancia.

¿Qué estaba pasando? Está claro que la aparición de caracteres sexuales está moldeada por las hormonas, siendo la testosterona (T) la principal de las señales masculinas. Sin embargo, para que esta hormona cumpla sus funciones, debe convertirse a través de una reacción enzimática en la di-hidrotestosterona (DHT), que ayuda al surgimiento de caracteres secundarios, la formación del pene y el descenso de los testículos (que en caso contrario quedan guardados en la cavidad abdominal). En esas personas falla la enzima que convierte T en DHT. Sin embargo, la pubertad se caracteriza por una explosión en la secreción de hormonas sexuales, tanto en machos como en hembras. Así, alrededor de los 12 años los niveles de T suben mucho y son capaces de terminar el trabajo de perfilar el sexo definitivo, tanto en cuanto a la anatomía como a la psicología del individuo. Una situación relativamente similar es aquella en la que tanto T como DHT están presente, pero las células del cuerpo no las reconocen, porque no poseen receptores adecuados (esto se llama “síndrome de insensibilidad a andrógenos”). Estas personas se desarrollan como hembras pero, por supuesto, no son fértiles, no tienen órganos femeninos internos y suelen darse cuenta de su condición ante la falta de menstruación durante la pubertad. En algunos casos pueden ser realmente muy hermosas, altas y delgadas como modelos.

Habla de Alfred Kinsey, quien sorprendió al mundo con la publicación de sus informes sobre la sexualidad masculina y femenina en forma de libros “científicos” que fueron devorados por los lectores: era la primera vez que se presentaba un estudio sobre los hábitos sexuales de los estadounidenses. Tanto libertinaje fue puesto bajo la lupa del FBI y otros guardianes de la moral y las buenas costumbres: ya que estaban, Kinsey fue acusado no sólo de inmoral, sino también de comunista. Cierto es que no era ningún santo, pues reunía a grupos de entusiastas seguidores de reuniones en las que todo valía: sadomasoquismo, exhibicionismo, swingers (hasta su propia esposa fue filmada masturbándose y acostándose con varios miembros del equipo). No obstante, abrió una puerta: no fue realizado con poblaciones de cárceles u hospitales psiquiátricos y ayudó también a romper las nociones tan instaladas de cómo era y debía ser el comportamiento sexual en humanos.

También habla del beso. Besar a una mujer apasionadamente en la antigua Roma le daba derechos matrimoniales. En la Edad MEdia se decretó que el beso, como juego amoroso (y previo a ya sabemos qué), era un pecado de los Muy Malos.

La palabra hermafrodita viene de Hermes y Afrodita que tuvieron un hijo al que llamaron… Hermafrodito. El joven y apuesto hacía que las ninfas se derritieran a su paso. Una de ellas, Salmacis, lo amó tanto que hizo que no sólo se fijara en ella, sino también que unieran sus cuerpos para siempre.

Es curioso el sexo entre las babosas. Son hermoafroditas y cuando se encuentran dos hay una que hace de macho y penetra a la otra inyectando su esperma bajo la piel. De esta forma, dicha babosa tiene la gran ventaja de que sus gametas encontrarán directamente los óvulos, mientras que la que hace de hembra sufre el coste de la rotura de su piel. Como evolutivamente sale el macho ganando, ambos bichos tratan de insertar su pene en el contrario, a la vez que se defienden del ataque. Al encontrarse dos babosas tratan de penetrarse mutuamente hasta que una gana, y luchan unos 20 minutos. Así que más que amor es guerra.

El olfato es un sentido fundamental para la seducción. El sentido del olfato está tan bien hecho que los científicos intentan replicarlo con las llamadas narices electrónicas. Estas narices pueden detectar la cantidad de días que lleva un pescado en la nevera o distinguir entre vinos. No obstante, para algunas tareas, no reemplaza la que es de carne y cartílagos: hay todo un equipo en la NASA responsable de comprobar olfativamente todo lo que entra en una nave espacial, no vaya a ser que se cuele algo podrido. Y es que el olor ha sido desde siempre algo relevante en la historia. ¿Qué regalaron los Reyes Magos? ¡Perfumes!

Para obtener un litro de esencia de rosas se necesitan más de 3000 kilos de flores y para un litro de esencia de jazmín unos 600 kilos de jazmines. Pero hay otras sustancias de las que obtener perfumes y que salen por ejemplo… del intestino de las ballenas. Cuando estos animales comen calamares, las partes que no pueden digerir quedan cubiertas de bilis, generando el llamado “ámbar gris” que, obviamente, es carísimo y cuya comercialización en estos momentos está prohibida.

Los balleneros encontraron trozos màs o menos grandes en estos animales cuando los abrían y olían a intestino de ballena; pero una vez expuesta al aire y oxidada se solidificaba y producía un olor más agradable. En zonas caribeñas como las Bahamas y otras islas, solían aparecer pedacitos de ámbar gris. Es más: hay una playa en Belice llamada Cayo de Ambergris, en honor a estos preciados vómitos. Más que olor (los que dicen que saben no consideran tan maravilloso), es un fijador que hace que el perfume esté más tiempo en la piel.

Y parece ser que nos gustan los llamados “rostros promedios”. Francis Galton, a quien gustaba medir absolutamente todo, quiso sacar la cara promedio de ladrones y asesinos. Utilizando técnicas sencillas, tmó varios rostros y los promedió. ¡Oh!, ¡sorpresa! Rsultó que los rostro promedio eran más agraciados que los originales. Resulta que al promediar rostros vamos limando asperezas y obtenemos un resultado más simétrico, lo que es sinónimo de belleza. La hipótesis falló, así que Galton se dedicó a otra cosa (una de ellas fue inventar una forma científica de cortar una torta redonda en porciones iguale sin desperdiciar nada y que fue publicado por la revista Nature). Pero lo interesante es lo que había encontrado sin saberlo. Resulta que la belleza -al menos en lo que se refiere a la cara- se acerca al promedio de la especie. Está bien un rasgo que se aleje de la media, como un lunar en un sitio estratégico o una nariz como la de Cleopatra; pero hay algo en el rostro común que lo hace bello. Y cuantos más agreguemos, más bello lo encontraremos. Curiosamente, los promedios son artificiales.

También habla del arquetipo de belleza de género. En 1990 se realizó un estudio en tribus aisladas de Sudamérica (los hiwi en Venezuela y los aché en Paraguay), en el que los antropólogos comprobaron que el tipo de mujer que se consideraba más bonita era exactamente el mismo que habían elegido los libidinosos de ciudades de Brasil, Rusia y EEUU.

Explica también que los animales en los que hay muchas diferencias entre sexos, el macho suele tener un harén y compite para cuidar sus esposas (o robar las del vecino). Los humanos machos son un poco más grandes que las hembras, pero tampoco es para tanto. En este aspecto da un indicio de que tendemos a la monogamia (ojo, pero esto no es una afirmación absoluta, ya habaré en otro artículo de la monogamia en humanos… desde el punto de vista científico, por supuesto).

También está la parte en la que nos arreglamos, nos pintamos y algunos se dan con el bisturí. En Nigeria, los wodaabe, al terminar la temporada de las lluvias hacen una fiesta que dura siete días en la que miles de hombres desfilan frente a las mujeres para ser elegidos como compañeros. Los hombres están vestidos de la misma forma, pero lo importante es cómo bailan y, sobre todo, cómo ven sus caras. De hecho, se pintan durante horas para conquistar a la wodaabe de sus sueños.

Pero recordemos que el maquillaje está hecho para esconder, ensalzar sugerir… en otras palabras: para engañar. Los rudos ingleses del siglo XVIII, cansados de encontrarse con sorpresas a la hora de las caras lavadas, promulgaron la ley del engaño cosmético (1770):

“Toda mujer, sea virgen, doncella o viuda que indujera a cualquier súbdito de su Majestad al matrimonio mediante perfumes, pinturas, baños cosméticos, dentaduras postizas, pelucas, lana española, zapatos de taco alto, corsés, será sometida a las penas previstas por la ley contra la brujería y actos semejantes y el casamiento será considerado nulo e inválido.”

Bueno, no llegó a aplicarse, bajo el riesgo de que Inglaterra se quedara sin esposas (ni maridos).

Otro detalle es que hay algo particularmente atractivo en los jóvenes y en los bebés, algo especial que nos hace quererlos sin pensarlo. Ojos grandes, piel sueva, boca pequeña, etc. Estas señales nos hacen querer, incluso, a las crías de otros mamíferos. Y estos detalles son tenidos en cuenta para que los muñecos y los dibujos animados sean más queridos. Alguien que conocía este detalle era un tal Walt Disney. Incluso el paleontólogo Stephen Jay Gould estudió la evolución del ratón Mickey, desde sus rasgos iniciales (inspirados en ratones reales con ojos pequeños y hocicos alargados) hasta el novio de Minnie, con cara chata y ojazos que llegaban a ocupar el 47% de su rostro.

Cortito, informativo y ameno. Recomendado para todos los públicos.

Título: “Sexo, drogas y biología y un poco de rock and roll”
Autor Diego Golombek



Post a comment


+ 5 = catorce

Esta web utiliza cookies, ¿estás de acuerdo? plugin cookies ACEPTAR